No es una novedad lo que les voy a contar, porque los protagonistas llevan más de dos décadas dedicados a ello, aunque sí lo es que en breve todo podría quedar en agua de borrajas. Trataré de explicar el asunto con mis mejores luces. Los religiosos escolapios de la Provincia de Valencia emprendieron una aventura, en la que todavía siguen enrolados, de refuerzo de la vida espiritual de sus comunidades y centros de enseñanza. Yo no llamaría “renovación” a su labor, sino “optimización”, porque sus fines y actitudes no me parecen una crítica a lo hecho sino un loable y exitoso intento de mejora de lo que ya se hace. El caso es que su labor está siendo en estos momentos objeto de discernimiento para dejarla o no seguir adelante.
Desde luego, por esta experiencia no tiene por qué sentirse reprochada o amenazada en modo alguno la familia escolapia, sino todo lo contrario. Conozco a varios de estos religiosos y sé que nada más lejos de su intención que denostar y mucho menos dividir a una congregación a la que aman con todo su corazón, tanto como aman su misión específica y tanto como aman a los niños cuya formación cristiana les ha sido encomendada. De hecho, no hablamos de “renovación”, sino de “primavera”, es decir, de una explosión de vida que se ha hecho visible y palpabe en sus escuelas. Aún así, han sido objeto de más de una suspicaz mirada o irónico comentario por parte de algunos hermanos. Seguro que eso les habrá ayudado en la humildad.
El trabajo de estos religiosos podría resumirse en que tratan de que las “Escuelas Pías”, sean cada vez más pías, es decir, más piadosas y más evangelizadoras además de escuelas. No es una ocurrencia de los escolapios valencianos, sino una exigencia de su misión específica y del Magisterio de la Iglesia: la escuela católica es un centro de cultura y evangelización (Cf. Gravissimum Educationis, núm. 8). La síntesis de ambos aspectos, “piedad y letras” en palabras del fundador, es la razón misma de la existencia de la enseñanza católica y de la congregación escolapia. Ya pasaron los tiempos en que los religiosos fueron necesarios para ampliar el número de pupitres, especialmente para los más pobres. Eso ya está cubierto hace mucho.
En los umbrales del III milenio, la educación católica continúa siendo necesaria, yo añadiría que más que nunca, más aún que antes de que el Estado asegurase la escolarización para todos. Es todo un emocionante reto para las congregaciones religiosas dedicadas a la enseñanza, un desafío que va mucho más allá de la mera supervivencia de sus centros y que ya no apela tanto a la cantidad como a la calidad. Una calidad no sólo en la excelencia de la formación académica que deben impartir –que por supuesto debe de ser la mejor posible– sino sobre todo en su fidelidad a la urgente misión evangélica que necesita la descreída posmodernidad. La escuela católica tiene un futuro apasionante, si sabe encararlo con sabiduría y arrojo.
Es en este marco de “excelencia misionera” en el que estimo que hay que situar el afán optimizador de estos encomiables religiosos escolapios valencianos, su esfuerzo por ser cada vez mejores cristianos y escolapios, y su denodado empeño por acercar a los niños y a sus familias al encuentro con Jesús. Uno de los pilares esenciales de esta “primavera escolapia” ha sido intensificar de una forma demostradamente eficaz y atrayente los “oratorios” de siempre, uno de los más preciosos legados de la tradición calasancia. Por si alguien no lo sabe, estos “oratorios de niños” están constituidos por una serie de encuentros de oración, contemplación y escucha de la Palabra de Dios. He aquí todo el misterio de su sencilla grandeza.
Tanto en el mundo de la enseñanza, como en el religioso, demasiadas veces se entiende la “optimización” sólo como “innovación”. Quizá sea desde ese ángulo sesgado de donde provienen las dudas sobre el noble empeño de estos religiosos, no lo sé. Sea como fuere, estos hermanos no caminan por esos derroteros. Como el buen padre que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13, 52), han sabido actualizar y potenciar con providencial éxito algo tan genuinamente escolapio como los oratorios de niños. Claro que, por eso mismo podrían ser tachados por los sectores más progresistas de retrógrados, de “arqueólogos religiosos” que entorpecen la innovación desenterrando reliquias pedagógicas o pastorales obsoletas.
No me corresponde a mí el discernimiento “oficial” sobre la bondad o no de lo que están haciendo. “Doctores tiene la Iglesia” y la Congregación para ello. Pero sí tengo un poquito de fe, un poquito de seso y bastante celo por la evangelización, además de 30 años de experiencia como pedagogo. También tengo una boca para hablar y una pluma (bueno, un teclado) para escribir. Déjeseme, al menos, sugerir algunas ideas. Creo no equivocarme si afirmo que uno de los criterios básicos de discernimiento eclesial son los frutos: “Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Así que, por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 18.20). Así nos enseña Jesucristo a distinguir entre los verdaderos y los falsos profetas.
Si algo caracteriza a esta “primavera escolapia” son los frutos buenos. En los oratorios, afloran realmente las capacidades religiosas de los niños, sus dotes para la oración y la acogida de la Palabra de Dios, algo de lo que estaban convencidos tanto San José de Calasanz como el Maestro, Jesucristo: “Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios” (Lc 10, 13-16). Participar en uno de estos oratorios es convertirse en testigo de la realidad del salmo que el mismo Jesús citó al escuchar a los niños que le aclamaban con su Hosanna: “¿No habéis leído nunca que de la boca de los niños y de los que aún maman te preparaste alabanza?” (Mt 21, 16; cf. Sal 8, 3 LXX).
Otro fruto de valor inestimable, tanto desde un punto de vista religioso como pedagógico, es la participación de las familias. Es un caballo de batalla en toda escuela conseguir la colaboración de los padres. Pues bien, es un hecho que un considerable número de ellos se han volcado con entusiasmo en la asistencia, organización y promoción de los oratorios. Además de que su propia fe ha salido no pocas veces reforzada al compartir con sus hijos estas experiencias, se ha conseguido que los padres se olviden de la odiosa práctica de delegarlo todo en la escuela y que se impliquen con seriedad en la educación de sus hijos. Es muy fácil y muy “moderno” hablar de “comunidad educativa”, pero hacerla realidad es un prodigio, se lo aseguro.
Es un hecho que varias Escuelas Pías levantinas han cobrado poco a poco una vitalidad sorprendente, admirable y esperanzadora. Permítaseme, por último, citar el que quizá sea el principal criterio de discernimiento católico: el florecimiento de las vocaciones, no sólo en cantidad, sino también en calidad. ¿Es o no es esto una primavera eclesial? Vocaciones a la vida religiosa, al sacerdocio y también al matrimonio cristiano, a casarse y fundar una familia sobre el cimiento de Cristo. Discúlpenme las autoridades competentes por mi incursión en su terreno de discernimiento. Que Dios les guíe para decidir según Su Voluntad. Tomen estas líneas sólo como un humilde testimonio.
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